Lana Turner: La historia no contada de su deshonra
El asesinato de su amante, Johnny Stompanato, a manos de su propia hija, sumó otra desgracia a la desdichada vida de Lana Turner
«¡Yo tengo la culpa de todo!», gritaba una y otra vez una sollozante Lana Turner, después de que a su hija de catorce años, Cheryl Crane, que confesó haber apuñalado hasta la muerte al amante de Lana, John Stompanato, con un afilado cuchillo de carnicero de veinticinco centímetros, se la llevaran al centro de detención de menores a la espera de una vista. «¡Yo soy la culpable!».
… ¿Lo era?
El 11 de abril, una semana después de la tragedia del Viernes Santo, se llevó a cabo una investigación para establecer los hechos.
Cheryl Crane fue excusada, alegando que ya había prestado una declaración completa a las autoridades.
Mickey Cohen, excompañero estafador de Johnny Stompanato, que había reclamado el cadáver y se había convertido en una figura destacada en el proceso, al ser la fuente que dio a conocer a la prensa las tórridas cartas de amor de Lana a Johnny, prometió fuegos artificiales que se esfumaron cuando se negó a identificar el cadáver, «por la razón de que pueden acusarme de este asesinato». Rápidamente fue desestimado.
Clinton H. Anderson, jefe de policía del condado de Los Ángeles, testificó: «La primera persona con la que hablé tras una reunión informativa con los agentes fue la señorita Turner. Estaba bastante histérica y llorosa y me dijo: “¿No puedo asumir la culpa de este suceso horrible?”. Le dije: “No, a no ser que haya cometido el acto y vayamos a averiguar todos los hechos, así que más vale que empiece con la premisa de que vamos a conocer todos los hechos…”». Continuó relatando cómo Lana le había contado que Cheryl se había precipitado a defenderla cuando Stompanato la había amenazado con herirla físicamente, y había amenazado con matarla.
Siguió con Lana. La testigo estrella, en una escena ante la sala de audiencias que, por su dramatismo, superaba a cualquiera de las que había interpretado en sus veinte años como estrella en la pantalla. Incluso mientras interpretaba esta escena, la más importante, con el futuro y la libertad de su hija en juego, todo el país la veía como madre de una hija adolescente en Vidas borrascosas (Peyton Place, Mark Robson, 1957), interpretando otra escena judicial en un papel que marcó el punto más alto de su carrera: una nominación al Premio de la Academia.
Se topó con varios micrófonos de radio y televisión, cámaras y periodistas, y justo enfrente, sobrio y pálido, el padre de Cheryl, su segundo marido, Stephen Crane. Comenzó a hablar con voz clara, aunque entrecortada. Pero a medida que transcurrían los sesenta y dos minutos de calvario, las lágrimas corrían sin control por su rostro desconsolado. Su delicado pañuelo blanco no tardó en empaparse, y se sentó retorciéndolo impotentemente entre sus manos. Cuando llegó el momento del apuñalamiento fatal, casi se desmayó, pero luego se recuperó.
Al día siguiente, los periódicos de costa a costa publicaron informes completos de su testimonio con grandes titulares. No contaban la verdadera historia, la que se escondía tras las palabras de Lana.
A primera hora de ese terrible día, Lana contó que ella y Johnny volvieron a su casa, donde la esperaban dos amigos. «Mis amigos me preguntaron si tal vez podría cenar con ellos, y les dije que no, que no creía, porque era muy tarde y mi criada no vive en casa, y si iba a salir tendría que arreglarlo con mi madre para que viniera a la casa o bien mi hija fuera con ella, porque nunca se ha quedado sola... Así que el Sr. Stompanato se molestó porque yo había considerado la idea…».
«Nunca se ha quedado sola»... No, a Cheryl no la habían dejado sola. Había sido entregada a la abuela, o a una niñera, o a una institutriz, o a una escuela para niñas cuando su madre se encontraba trabajando, o casándose, o comprometida con algún romance, o simplemente viviendo a lo grande en algún resort placentero. ¿Podía Lana creer sinceramente que su hija nunca se había quedado sola? ¿Podía pensar —había pensado alguna vez— que la mera presencia física de alguien que velara por Cheryl era suficiente para evitar los estragos psicológicos de la soledad en la vida de una joven?
Y aún más espantoso es pensar en una niña que, a los catorce años, se mantiene bajo constante vigilancia. ¿Qué chica adolescente normal a esa edad no podría pasar una noche sola en casa?
Pero luego, ¿qué chica adolescente normal estaría expuesta a las amenazas y peligros de ser hija de una rica estrella de cine?
Pobre Cheryl. Pobre niña rica, pasando sus vacaciones de Semana Santa, vestida con una bata y unas zapatillas que a cualquier otra niña le cuestan la paga de un año, acurrucada en un sillón caro en una habitación llena de muebles caros en una mansión cara (arrendada el martes pasado), viendo su propio televisor. La pobre y solitaria Cheryl.
¿Cómo llegó hasta ahí? Para entenderlo, hay que remontarse muchos años atrás, hasta una niña llamada Julia Jean Mildred Frances Turner.
Nació en Wallace, Idaho, el 8 de febrero de 1920. Su historia familiar es vaga y escasa. Su madre, Mildred, era una expeluquera. Su padre, Virgil, tenía fama —al menos en la mente de los fantasiosos agentes de prensa— de ser un artista de vodevil de poca monta. Sea como fuere, era un hombre ingenioso y alegre y su pequeña hija le quería mucho. Y ella, su única hija, era la niña de sus ojos.
Cuando la nefasta existencia de Virgil Turner como minero itinerante le llevó a él y a su familia a San Francisco, prosperó brevemente. Entonces, un día se detuvo, como era su costumbre, para jugarse la paga y aumentar la fortuna de la familia. A la mañana siguiente, su cuerpo, con su abrigo cubriéndole el rostro, fue encontrado apoyado contra la pared de un callejón. Le faltaba el zapato izquierdo. Era el zapato donde guardaba su paga.
Desde los diez años, su hija ha vivido con ese terrible recuerdo del único hombre que amaba, arrancado para siempre con cruel violencia. Y con los recuerdos desgarradores de los años que siguieron.
Los días de horror continuaron cuando su madre, que luchaba por ganarse la vida consiguiendo una miseria como peluquera, la llevó a una familia de Modesto que le prometió darle un buen hogar. La obligaron a convertirse en una esclava, fregando suelos, preparando comidas y lavando ropa hasta casi desfallecer, golpeada hasta sangrar por el más mínimo error. «Fui una Cenicienta, pero sin ninguna esperanza de una calabaza mágica», dijo años después.
Entonces, por fin, llegó su madre, echó un vistazo a las ronchas de su cuerpo y la llevó de vuelta a San Francisco. Pero eso fue solo el comienzo de otra clase de penurias: pasar largas horas sola mientras su madre trabajaba, por diez dólares a la semana, y estar días sin comer porque no había dinero para comprar comida.
Para ella, la seguridad del dinero, la comida y la ropa era más que suficiente. La agradable y vulgar compañía de cualquier persona —cualquier ser humano— era un lujo.
Por eso, cuando tuvo una hija, y pudo darle todas esas cosas, pensó que era suficiente. Cuidados constantes por parte de personas capaces y amables, abrigos de visón a los seis años, delicados vestidos hechos a mano, fiestas de cumpleaños atendidas por los más famosos restauradores, con un completo espectáculo de payasos y animales para entretenerla. Cheryl lo tuvo todo. Todas las cosas que su madre nunca tuvo.
Nunca la dejaron sola… ¡qué pánico! El pánico de una madre que, desde los diez años, nunca había olvidado el terror a la soledad.
Pero, nunca pudo escapar de ella. ¿Por qué?
Poco después de las ocho, John Stompanato volvió a la casa de Lana Turner… «El Sr. Stompanato… era muy, muy violento, y subí las escaleras, y estaba justo detrás de mí, y entré en la habitación de mi hija, y ella estaba viendo la televisión, y el Sr. Stompanato estaba detrás de mí todo el tiempo… Las amenazas no fueron entonces, pero el lenguaje era desagradable, maldiciendo, y me volví hacia el Sr. Stompanato… Más o menos en ese momento eché un vistazo a la televisión y recordé que era el programa de Phil Silvers, y yo había estado fuera del país durante varios meses trabajando y no había visto la televisión, así que esperaba poder verla un momento…».
Pensar en ver un programa de comedia en la televisión cuando un hombre, un extraño, ha entrado en la habitación de su hija, utilizando un lenguaje no apto para sus oídos. ¿Cómo pudo?
Pudo, porque, cuando solo tenía quince años, se marchó al irreal mundo de Hollywood —y desde entonces solo conoció eso—.
Se había mudado a Los Ángeles con su madre unos meses antes. Su madre tenía una enfermedad pulmonar y esperaba que el clima la ayudara. Iba a la Escuela Preparatoria Hollywood, pero no le importaba mucho y no era una buena estudiante. Como la mayoría de los jóvenes, estaba loca por el cine, y a menudo se saltaba las clases para ver una película.
Un día, a las once, faltó a clase de mecanografía. No le gustaba mecanografiar. Y fue a un drugstore frente a la escuela, en Highland y Sunset, y pidió una bebida que desde entonces ha pasado a la historia como un refresco de chocolate o una malta de fresa. En realidad, era una Coca-Cola y, según confesó más tarde, «un cigarrillo».
Cuando un hombre bien vestido con un fino bigote negro se acercó y le preguntó: «¿Te gustaría salir en películas?», ella lo miró fríamente. Conocía esa frase. Pero resultó que era Billy Wilkerson, destacado editor de un periódico especializado en cine. Estaba hablando en serio. Y Lana iba camino al estrellato. Wilkerson la presentó al agente Zeppo Marx, el hombre de negocios de los hermanos Marx, que la llevó al director Mervyn LeRoy. LeRoy buscaba una adolescente sexi y desconocida para un papel en Ellos no olvidarán (They Won’t Forget, Mervyn LeRoy, 1937). Le echó un vistazo y la contrató personalmente. Ella misma eligió el nombre de Lana: «Nadie había oído hablar de él, pero me gustó cómo sonaba». Los espectadores la vieron en la película, caminando por la calle con un suéter ceñido, y nunca lo olvidaron.
Tampoco lo hizo Lana. En el preestreno, cuando escuchó los jadeos, escondió la cabeza, y cuando la película terminó, huyó del cine sin hablar con nadie. Desde entonces, se sintió demasiado acomplejada por su figura y, aunque fuera la «chica del suéter», evitó esa prenda de punto como la peste. En años posteriores, siempre sostuvo con firmeza: «No me visto para complacer a los hombres, ni tampoco a las mujeres. Me visto para complacerme a mí misma».
Lana saltó a los titulares del estrellato, a una edad en la que apenas era una niña. Con avidez, sin miramientos, como haría cualquier chica inculta con su mismo origen, se aferró a todas las cosas que se le habían negado, como una niña suelta en una tienda de caramelos: un apartamento lujoso para ella y su madre, un coche de color rojo fuego, pieles, joyas, ropa, perfumes… Cada noche salía de fiesta con un acompañante diferente, bailando, riendo, aplaudiendo con alegría a los artistas.
Y durante toda su vida, estos placeres se convertirían para ella en lo único real, el bienvenido escape de la confusión de ser un símbolo sexual que no entendía, y de los desconcertantes anhelos y soledad que la perseguían desde que mataron a su padre. Y así, años después, huyó de la fealdad de la escena con Stompanato con un tonto y débil intento de ver la televisión…
Ella bajó las escaleras y volvió a subir a su dormitorio mientras él la seguía, discutiendo violentamente todo el tiempo. «Todo lo que decía era: “Es inútil seguir discutiendo”, que “no puedo seguir así, y quiero que me dejes en paz”».
Muchos hombres habían ido y venido en su vida. A veces la dejaban, a veces ella los rechazaba, pero siempre se marchaban. «Los hombres son juguetes para Lana Turner», dijo una vez un crítico. «Cada hombre es como una nueva muñeca, de la que se cansa y desecha con la misma rapidez».
No siempre fue así. No lo fue cuando, siendo una estrella vertiginosa, se enamoró del maduro y sofisticado abogado Greg Bautzer. No era un secreto que Lana quería casarse con él, pero algo salió mal. El mismo «algo» que la iba a atormentar a través de todos sus hombres y sus matrimonios.
Mimada por un estudio que la adoraba, se había convertido en una chica que conseguía lo que quería y hacía lo que quería. Su madre pronto perdió la poca disciplina que había podido ejercer sobre su imprudente y testaruda hija, que se dio cuenta astutamente de que, no importaba en qué líos la metieran sus aventuras, el estudio siempre se apresuraría a encubrirla y defenderla. Era una cuestión de simple aritmética: ella valía millones y ellos tenían que proteger su inversión.
Nadie pensó en proteger a Lana de un poder tan peligroso como lo es poner cerillas en manos de un niño de seis años. Nadie pensó en el terrible precio que seguramente le costaría…
Cuando Bautzer le sugirió ciertas concesiones, como abandonar su carrera en favor del matrimonio, hizo oídos sordos. Ella siempre podía tener su pastel y comérselo también. Pero se sintió muy herida cuando Bautzer se echó atrás.
De rebote, se fugó a Las Vegas con Artie Shaw, por quien solo unas semanas antes había expresado una verdadera aversión, después de una cita en la que él le soltó un largo recital de sus necesidades, sus miedos, sus frustraciones y su anhelo de un hogar y el amor de una buena mujer. Lana, de diecinueve años, dijo: «Vamos».
Artie le daba charlas acerca del comportamiento de una esposa, libros densos para cultivar su mente y sus camisas sucias para lavar. Cuatro meses después, posaba dulcemente con Artie cuando un periodista le preguntó si era cierto que se estaban divorciando. «Sí, así es», dijo Lana de repente. Con eso, se desprendió de los brazos de Artie y se alejó a toda velocidad en su coche, recordando llamarle para contarle lo de los trajes en la tintorería y lo de arreglar la cerradura de la puerta del baño. Un gesto típico de Turner. No importa lo confusas que sean sus emociones, puede dejarlas de lado y dedicarse a los detalles del trabajo y la vida con una eficiencia muy bien organizada. Esta puede ser otra forma de escapar de problemas mayores, pero sus amigos y médicos creen que es una fortaleza que la ha salvado de muchas crisis, y que puede salvarla ahora.
Después de Artie, estaba Tony Martin. Tommy Dorsey. Otros músicos, otros hombres, algunos famosos, otros no. Durante un tiempo, parecía que iba a enganchar a Howard Hughes. Lana así lo creía, incluso llegó a hacer bordar su ropa de cama con una «H» y preparar una boda. Pero Hughes se encontró de repente con asuntos de negocios urgentes. Y nunca volvió.
«Bienvenida de nuevo», dijo el juez en Las Vegas, cuando, de repente, apareció para casarse con un joven bróker, Stephen Crane. Ella lo conocía desde hacía tiempo, pero la boda fue una completa sorpresa.
Probablemente, en Crane, mucho menos rico y famoso que sus otros pretendientes, vio seguridad. Lo que obtuvo fue cualquier cosa menos eso.
Poco después de instalarse en el apartamento de Crane, Lana anunció con júbilo que estaba embarazada. Poco después de eso, se supo que no estaba legalmente casada, porque el Sr. Crane, que había calculado mal, seguía casado con su anterior esposa. Lana consiguió la anulación. Cuando el divorcio de Crane fue definitivo, él le rogó que volviera a casarse con él. Ella se negó. Desesperado, intentó arrojar su coche por un acantilado y luego tomó una sobredosis de pastillas para dormir. Una llorosa Lana se derrumbó junto a su cama y fue hospitalizada. Este fue el comienzo de la vida de la pequeña Cheryl Crane.
Por el bien del bebé, Lana y Steve se volvieron a casar, pero Lana se divorció a los cuatro meses de nacer su hija, pidiendo la custodia. Crane respondió con su propia demanda y se produjo una amarga lucha por la custodia, de la que Lana salió vencedora.
Turhan Bey (con quien Crane se peleó en una fiesta por un anillo que le había regalado a Lana) fue el siguiente. Seguido de muchos otros. Luego fue Tyrone Power. Organizó una magnífica fiesta de despedida para Ty cuando se fue a Europa, en compañía de Linda Christian. Fue un golpe que le dolió a Lana mucho más de lo que aparentaba.
De vez en cuando, entre novios y viajes, asfixiaba a la pequeña Cheryl con atención y afecto. Se esforzaba por ser una «buena» madre, al menos, tal y como ella lo veía. Pero, aunque a menudo decía: «No me casaré nunca más», no podía reprimir el hambre de su corazón. La necesidad, que todo lo consume, del amor que nunca tuvo. Y no sabía cómo darlo. Colmó a su novio del momento con regalos caros: encendedores de oro con inscripciones entrañables y gemelos de oro. Pero nunca supo cómo entregarse a sí misma, porque el hecho atroz es que nunca tuvo la oportunidad de aprender lo que significaba ese tipo de entrega.
Cuando se casó con el millonario Henry J. (Bob) Topping en 1948, lo hizo con un patético esfuerzo por tener una boda y un matrimonio «de verdad». Pero la fabulosa ceremonia, completa con una tarta, litros de champán y Cheryl como florista, se convirtió en un carnaval, con multitudes pisoteando el césped.
Hizo dos desgarradores intentos de tener un bebé, aunque tiene un factor sanguíneo Rh que hace que tener hijos sea difícil y peligroso. El primer aborto casi le cuesta la vida. Cuando el segundo lo perdió trágicamente tras una caída por unas escaleras, sus esperanzas se esfumaron. En 1952 se divorcia de Topping y este se queda con una mansión hipotecada.
En un ferviente romance con el fogoso Fernando Lamas, trató de olvidar, pero terminó en una pelea en una fiesta de Hollywood —Fernando la abandonó y se dirigió a Arleen Dahl; Lana se dirigió al ex de Arlene, Lex Barker—.
Se casaron en Italia en 1953. De nuevo, Lana intentó salvar el matrimonio teniendo un bebé, pero sufrió un tercer aborto.
A pesar de todo, la pequeña Cheryl estaba creciendo rápidamente. Tenía que hacerlo. «Mi pequeña mami», llamó a Lana, de forma protectora.
Pero, por dentro, estaba herida y perturbada. «Mi madre y mi padre se pelean todo el tiempo», le confesó a Miguel Acosta, el amable hombre que la encontró vagando por Skid Row hace un año porque «odiaba la escuela» y la entregó a la policía. La solución de Lana fue otra escuela para Cheryl —y el divorcio de Lex—.
«Creo que los hombres son excitantes», dijo Lana recientemente. «La mujer que niegue que los hombres son excitantes es una señora sin sangre en las venas, o una santa». Johnny Stompanato la llamó. Ella lo encontró excitante.
Los amigos le advirtieron, pero ¿cómo iba ella a hacer caso? Los hombres a los que amaba siempre la habían dejado; a los que no, los había dejado. ¿Por qué iba a ser esto diferente?
Era horriblemente diferente… «Estaba caminando hacia la puerta del dormitorio y él estaba justo detrás de mí, y la abrí, y mi hija entró, y juro que fue tan rápido que sinceramente pensé que ella solo le había golpeado en el estómago…».
Para Johnny Stompanato, todo terminó cerca de su cama, sobre una alfombra rosa.
Para Cheryl, todo terminó con una condena por homicidio justificado y la protección del tribunal, que la puso bajo la custodia temporal de su abuela, Mildred Turner, durante dos meses.
Para Lana, no ha terminado. Su carrera no fue dañada, aparentemente. Su primera producción independiente con su propia compañía, Brumas de inquietud (Another Time, Another Place, Lewis Allen, 1958), fue reservada inmediatamente en 800 cines, y le reportará una fortuna. Los productores han declarado que no dudarían en llamarla, y Jerry Wald la quiere para El ruido y la furia (The Sound and the Fury, Martin Ritt, 1959).
Pero ella, Cheryl y Steve Crane han sido abofeteados con una demanda de 750 000 dólares en nombre del hijo de Stompanato. Los familiares de Johnny denuncian que no se ha contado toda la historia y se preguntan por qué, si Stompanato fue golpeado en el estómago, cayó de espaldas.
Ella y su abogado, Jerry Giesler, han recibido misteriosas amenazas telefónicas, lo suficientemente alarmantes como para pedir protección policial las 24 horas del día.
Lo peor de todo es el miedo a perder a su hija. Se dice que Cheryl dijo a un psiquiatra: «Quiero a mis dos padres, pero prefiero vivir con mi padre», mientras los abogados de ambas partes se preparan para la batalla. Pero Karl Holt, director del Departamento de Libertad Condicional del condado, dijo que «ella pensaba que, tal vez, no se le permitiría volver con su madre», y que estar en medio la había «trastornado por completo».
No, los problemas de Lana Turner no han terminado. Acaban de empezar.
¿Pero es culpable? ¿O es la víctima de una vida que nunca buscó? Estos son los hechos. Juzgue usted mismo. ⬥
Este artículo es una traducción del original publicado por Jean Lewis en la revista Photoplay en julio de 1958.
Bibliografía
REVISTAS
Lewis, J. (julio de 1958). “The Untold Story of Lana Turner's Shame” en Photoplay.