Vacaciones en Hollywood
Esto no fue ayer ni antes de ayer. Sucedió en el verano de 1938, cuando la familia Tierney cruzó el país de costa a costa en un viaje de vacaciones con destino a la soleada California. Belle Tierney observaba, con creciente preocupación, cómo su hija mayor iba cargando desmesuradamente el remolque adherido a la parte trasera de la camioneta con pesadas maletas. Sopesaba con detenimiento la idea de que Gene se hubiera vuelto loca. ¿Era necesario llevar tanto equipaje? No lo creía en absoluto, pero consintió. En el interior de la camioneta, Gene y su hermana pequeña, Pat, se apretujaban en los asientos traseros dispuestas a echarse una larga siesta. Su hermano, Howard, a quien todos en la familia apodaban cariñosamente Butch, se sentaba al volante junto a su atenta madre. El padre de Gene prefirió quedarse en casa, en Connecticut, para ocuparse de sus negocios (al menos, eso creyeron entonces). Howard Tierney, Sr. era un ocupado corredor de seguros de Nueva York cuyos clientes tenían contactos con varios de los estudios de cine de Hollywood. En realidad, el viaje a California mucho tenía que ver con esto.
Miraras donde miraras, en Hollywood podías ver siempre a una multitud de jóvenes aspirantes a actriz. Todas hermosas. Todas ambiciosas. Los estudios estaban repletos de ellas. En ese momento, Hollywood era como una especie de concurso de belleza. De repente, Gene se sintió muy mayor. Llevaba un vestido rojo de seda estampada y un gran sombrero de Milán de color paja adornado con flores silvestres. Los velos, las plumas y las flores estaban de moda entonces. Pensó que debía aparentar más de diecisiete años.
Todas las visitas a los estudios comenzaban de la misma manera. Al llegar a la puerta principal dejaban su nombre y, al cabo de unos minutos, alguien acudía desde las oficinas para mostrarles el lugar. Durante su visita a los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer pararon a comer, y no quitaron ojo a Spencer Tracy y Clark Gable ni durante un segundo. Ellos también habían parado a almorzar y se sentaban justo en la mesa situada frente a ellos. Si alguien le hubiese dicho a Gene en ese preciso instante que, años después, ella trabajaría con ellos en el cine, seguramente le habría escupido en la cara por burlarse con tamaña crueldad.
A su llegada a los estudios de la Warner Bros. les esperaba el primo Gordon Hollingshead, que había ganado cinco premios de la Academia y dirigía con Brian Foy el departamento de cortometrajes. Él les condujo al plató donde se encontraban, en ese momento, Bette Davis y Errol Flynn rodando escenas de su nueva película, La vida privada de Elizabeth y Essex (The Private Lives of Elizabeth and Essex, Michael Curtiz, 1939), y durante uno de los descansos, Gene pudo conocerlos a ambos. Se sintió fascinada ante lo radiante que se mostraba la señorita Davis, aunque fue Errol Flynn quien acaparó su atención. Para una adolescente —así como para muchos que dejaron de serlo hacía tiempo— él era como un caballero de brillante armadura. La reputación de Flynn como Casanova le precedía. Según contaban, una vez Errol le confió a su coprotagonista: «Me encantaría hacerte una proposición, Bette, pero me temo que te reirías de mí». Dulcemente, ella respondió: «Tienes mucha razón, Errol». Aún embelesada tras presenciar la escena que acababan de rodar, Gene se dirigió hacia la actriz: «Señorita Davis, muy pronto seré presentada en sociedad y me preguntaba si le importaría que me hiciera una copia de su vestido en la película Jezebel». Bette Davis sonrió y dijo que se sentiría halagada.
Pero Davis y Flynn no fueron las únicas personas allí presentes que atraían las miradas. Frente a Gene había un hombre fornido, de pelo blanco y distinguido, que no dejaba de mirarla. Supo después que aquel hombre se trataba de Anatole Litvak. Era un inmigrante ruso, y formaba parte de esa ola de directores y actores europeos que huyeron a América en los años 30 para escapar de la creciente represión en sus países de origen. Litvak se acercó a ella y le soltó la frase que lo cambiaría todo: «Jovencita, deberías aparecer en películas».
La primera prueba de cámara
Su hermano Howard casi estropeó el momento riéndose a carcajadas. Y Gene sintió unas ganas irrefrenables de darle una buena patada a su hermano. Pero el señor Litvak no pareció darse cuenta, de tan intensamente que estaba mirando su cara.
Las reacciones de los Tierney fueron mixtas cuando Litvak dijo que Gene debería trabajar en el cine. Su hermano pensó que se trataba de una broma. Su madre quería fomentar aquel interés, pero temía lo que pudiera decir su marido. En cuanto a Gene, se sintió halagada y curiosa. Hollywood era un mundo más allá de su horizonte. En el círculo social al que pertenecía, una terminaba la escuela, se casaba con un chico de Yale y vivía en Connecticut. Una vida tranquila, y más segura.
Pero resultó no ser una broma. Gene hizo su primera prueba de cámara al día siguiente, la ofrecieron un contrato y derramó algunas lágrimas cuando su padre se negó a que lo aceptara. Por entonces aún no había cumplido dieciocho años. Pero, lo supiera su padre o no, la carrera de Gene Tierney como actriz había comenzado.
Entre las historias de descubrimientos de Hollywood, la suya quizá no esté a la altura de la de Lana Turner, sorbiendo un refresco en el mostrador de Schwab. Pero, que se sepa, ninguna otra actriz fue descubierta por un director de cine justo allí, en el estudio, en medio de una visita turística.
Irving Wrapper, entrenador de diálogos de Bette Davis, la preparó para la prueba, y John Farrow la dirigió. Tenía que estar sola en el escenario, frente a la cámara, y leer unas líneas de A Telephone Call, el monólogo de Dorothy Parker. Un test de personalidad, así lo llamaron.
Los ejecutivos de Warner vieron la prueba y, en base a eso, le ofrecieron el contrato estándar del estudio de 150 dólares a la semana. Apoyada sobre el hombro de su madre y compartiendo el auricular del teléfono, llamaron a casa para contarle a su padre la noticia. Howard Tierney se aseguró de hacerlas entender que, a sus ojos, Gene era todavía una niña. Y todavía no había tenido una fiesta de presentación en sociedad. Terminó diciendo: «Si quiere actuar podemos discutirlo cuando llegue a casa. Pero Hollywood no es el lugar para empezar».
«Mi padre consideraba que Hollywood era el equivalente moral del purgatorio. Era lo suficientemente astuto como para saber que, por 150 dólares a la semana, lo más probable era que me dieran un papel de sirvienta donde entrabas en una habitación anunciando la cena».
Gene Tierney
Ese fue el verano en el que Gene terminó su último año en la escuela de Miss Porter, en Farmington, Connecticut. El viaje al oeste fue idea de su padre. Ella había estado en Europa dos veces y él sentía que era hora de que la familia conociera América. Él tuvo que quedarse para dirigir su negocio. Hasta dos años después Gene no se enteraría de que esas vacaciones eran algo más. Su padre había querido pasar el verano con la mujer que lo alejaría de su madre.
Ese fue el comienzo de una época amarga en su vida. Gene amaba y admiraba a su padre. Nunca pudo encajar sus acciones con los sermones que daba a sus hijos sobre la honestidad, la moralidad y sobre hacer lo correcto. Esos eran sus valores. Ella creía en ellos, y en él.
Desde Los Ángeles se dirigieron al norte, hacia San Francisco, y el largo viaje de vuelta a casa. Las ruedas del coche no giraban más rápido que su mente. Gene estaba decepcionada pero no aplastada. La habían enseñado a no cuestionar el juicio de su padre. Y su familia no era muy demostrativa. A ella le disgustaban siempre los abrazos, las caricias y los besos que eran la costumbre de las fiestas de Hollywood.
Gene era más seria que muchas chicas de su edad, más ansiosa de asumir responsabilidades de lo que quizás debería haber sido. La prueba de pantalla había comenzado como una broma. Pero ahora veía el cine como una forma de contribuir y devolver parte de lo que su familia le había dado.
A medida que se acercaban a casa, sus sentimientos se disparaban. Todo el mundo debería ver Hollywood, al menos una vez, a través de los ojos de una adolescente que acaba de pasar una prueba de cámara. La emoción en su interior era tan fuerte que parecía haber estado siempre ahí, como una pulsación. Sin embargo, no tenía experiencia en la actuación fuera de su propia imaginación. En la escuela, incluso había elegido el coro en lugar del teatro.
Era una ávida cinéfila, había coleccionado fotografías y guardado álbumes de recortes y entretenía a la familia con sus imitaciones de Katharine Hepburn. En St. Margaret's School, en Waterbury, Connecticut, era la romántica de la clase. Como editora de primer año del periódico escolar, demostró una capacidad infinita para escribir poesía. Más tarde, cada uno de sus romances o enamoramientos inspiró invariablemente un poema.
A los trece años, en otra de sus escuelas —asistió a varias a medida que la fortuna de su familia subía y bajaba—, un día la expulsaron de la clase y la ordenaron ir al despacho del director por imitar a su profesor de matemáticas.
El señor Churchill, el director, la miró con frialdad y dijo severamente:
—Gene, ¿deseas ser una payasa o una dama?
—Una dama, supongo, señor.
—Entonces, te sugiero que dejes esta tontería —dijo—, y empieces a comportarte como tal.
Tras esa experiencia, un pensamiento comenzó a rondar y a tentar a Gene. Se preguntaba cómo sería ser una payasa. Entonces no conocía la palabra comediante, pero tenía en mente algo distinto a hacer piruetas en el circo entre animales.
Buscando audiciones
Al regresar de Hollywood, Gene y su padre hicieron un trato. Ella se olvidaría de las películas por el momento y haría su debut en sociedad, como estaba previsto. Después de tres meses, si sus sentimientos no habían cambiado, su padre le ayudaría a encontrar un trabajo en los escenarios de Broadway.
Así pues, se sumergió en lo que se conocía como el torbellino social de las debutantes. Todas las hijas vestidas de gasa, bailando lentamente al son de una orquesta, con sus nombres de vez en cuando impresos en la página de sociedad, era una de las formas en que los padres justificaban su propio trabajo y sacrificio. Al menos, en un determinado círculo, en una determinada época, lo hacían. La guerra, los disturbios y otras cuestiones sombrías han curado a algunos de tales adornos.
Los Tierney habían pasado por un ciclo de vacas flacas y vacas gordas, como lo habían hecho muchas familias durante la Depresión. El negocio de Howard Tierney aún no se había recuperado, pero él luchaba por proteger su posición social. Gene fue presentada en sociedad el 24 de septiembre de 1938 en el Fairfield Country Club. Para la fiesta, su padre había contratado la orquesta de Rudy Newman, que entonces tocaba en el Rainbow Room del Rockefeller Center de Nueva York.
Las fiestas continuaron. Sabía que tenía que haber algo más que bailes en clubes de campo, vestidos largos y citas con chicos cuya principal virtud era que les quedaba bien el frac. Una noche, cuando volvía a su mesa entre los bailes, su padre se limitó a sonreír y, recorriendo la sala con un movimiento de la mano, dijo: «¿No te encanta?». Gene puso su mejor cara de adolescente con pucheros y respondió: «Estoy tan aburrida que creo que me voy a morir». Y, para su sorpresa, añadió: «Los hombres me interrumpen tan a menudo que nunca tengo la oportunidad de hablar con nadie. Estoy aburrida como una ostra».
Esa misma noche su padre cedió finalmente a sus súplicas. Aceptó dedicarse todos los miércoles a ayudarla a buscar un trabajo en el teatro. Gene creyó que nunca le habría hecho un regalo más valioso. Si quería ser actriz, insistió, tenía que demostrar su valía en el escenario antes de permitirla salir de casa y probar suerte en Hollywood. Dicho esto, Gene centró sus miradas en Broadway.
La formación teatral de Gene, si es que se la pudiese considerar así, había consistido en una clase semanal durante el año que ella cumplió los trece. Estudió con una actriz retirada llamada Ann Hastings Richards. Las madres locales consideraban el curso como una especie de escuela de buenos modales; se trataba de enseñar la forma correcta de entrar en un salón, así como lucir un porte elegante y una buena dicción. Estas clases la ayudaron a enunciar, en lugar de mascullar las palabras como hacen los niños pequeños. Pero la idea de que algún día llegaría a ser profesional no se le había ocurrido a nadie, ni siquiera a ella.
Independientemente de lo que tenía a su favor, sabía que le habían ofrecido un contrato en Hollywood antes de su decimoctavo cumpleaños. Pronto aprendería que los productores de Broadway no eran tan fácilmente impresionables. Pero eso le dio la chispa que necesitaba para no dejar de lado su objetivo. Quería ser actriz. Nada más importaba. Era de suponer que miles de chicas de su generación pensaban lo mismo, y algunas lo pensaban en serio, pero la mayoría acababan trabajando como camareras o volvían a casa para casarse con sus novios. Gene no tenía claro del todo qué era entonces lo que la impulsaba. El ego no. Le interesaba más el dinero que la fama. Su padre animó a sus hijos a competir y a triunfar. Había preparado a su hijo para una carrera en los negocios casi desde el momento en que Butch era lo suficientemente alto como para rastrillar hojas. Pero en lo concerniente a sus hijas, quería lo mismo que la mayoría de los padres de su época. Quería que sus hijas se casaran bien.
A través de un amigo de la familia, un dramaturgo, contactaron con una lista de agentes y productores. Cuando llegó el primer miércoles, Gene se levantó al amanecer para poder coger el tren de las ocho y cuarto a Nueva York. Habría sido bonito decir que afrontó el día con ilusión, pero nunca en su vida Gene se desperezó con muchas ganas. Siempre tuvo un sueño inquieto y dado a las pesadillas. Esa mañana se puso un abrigo de zorro gris, regalo de su padre, un sombrero rojo con un lazo morado y se pintó los labios de color rojo a juego. Tenía la intención de no mostrarle a Broadway ninguna piedad. Pero su padre se rio a carcajadas cuando la vio.
El viaje en tren a la ciudad fue agradable. Pero luego llegó la parte más temida: llamar a todas las puertas, y pasar largos y vacíos minutos en estériles salas de recepción.
«En todos los lugares a los que me presentaba me preguntaban en qué obras de teatro había participado y dónde había estudiado. Esas entrevistas solían ser amables pero breves. Pronto se hizo evidente que nadie quería a una actriz sin experiencia».
Gene Tierney
Herman Shumlin, que estaba haciendo el casting de The Little Foxes, un tenso y mordaz drama de Lillian Hellman, era el siguiente en la lista. Cuando Gene le dijo que nunca había actuado en un escenario, pero que la Warner Bros. le había ofrecido un contrato para una película, hizo un gesto de exasperación y puso los ojos en blanco. Le ordenó que dejara su nombre y su número y ahí quedó el asunto. Un año después, tras recibir críticas favorables en dos papeles en Broadway, Shumlin la contrató para una obra que estaba produciendo. No recordaba en absoluto aquel primer encuentro.
Por la noche volvían a casa y su madre preguntaba cómo había ido el día. Su padre guiñaba un ojo y decía con pesadez: «Bueno, no hemos tenido suerte. Este debe ser el negocio más triste del mundo». Pero solo habían pasado tres semanas y Gene no pensaba rendirse. El miércoles siguiente, entraron en las oficinas de Louis Shurr, un agente de actores.
Después de un rato de charla, Howard formuló la pregunta: «¿Cree que puede conseguirle un trabajo a esta chica?». Louie Shurr era fornido, calvo y hogareño. Pero tenía una calidez instintiva para los actores, incluso los que no habían sido probados.
—Sí, sí —dijo—. La contrataremos para una película.
—No está preparada para las películas —dijo Howard—. Quiero que aprenda a actuar.
—Lo que necesito, señor Shurr, es un trabajo sobre los escenarios —intervino Gene.
Shurr la miró de arriba abajo. Luego dijo: «George Abbott está haciendo un casting para una obra sobre irlandeses. A veces da una oportunidad a los desconocidos». Se dirigió a su mesa del café, tomó un ejemplar de The Saturday Evening Post, se lo dio a Gene y dijo: «Lee esto en un acento irlandés».
Gene tenía un oído fino, y a menudo andaba por la casa imitando a cualquier actriz que hubiera visto en alguna película ese día. Pero ni con esas pudo averiguar de qué manera había adquirido aquel grueso acento irlandés que le salió de su lengua mientras leía el artículo de la revista. Tanto su padre como aquel agente quedaron asombrados.
Rápidamente, Shurr dijo: «Querida, firma con nosotros para el cine, y creo que podremos conseguir que el señor Abbott te escuche para el papel de ingenua en su nueva obra». Ella le dijo en voz baja, amablemente: «Consígame la audición y firmaré con usted. La audición es lo primero». Tras unas cuantas palabras más, todavía amistosas, Shurr los acompañó hasta su puerta. Al salir, Gene guiñó un ojo a su padre sabiendo que la próxima llamada procedería de la oficina de George Abbott. ⬥
REFERENCIAS
Tierney, Gene, con Mike Herskowitz. (1979). Self-Portrait. Nueva York: Simon and Schuster.
V.V.A.A. (2020). El universo de Gene Tierney. Madrid: Notorious Ediciones.
Vogel, Michelle. (2005). Gene Tierney: A biography. Jefferson, Carolina del Norte: McFarland.